Mara Aguirre
  Tinta Negra
 
Confió que el sueño había comenzado allí, en un universo virtual ajeno a su corriente que ofrecía placeres a sólo una moneda de barro. Tenía el presentimiento de que detrás de lo que conocía había otra cosa, otro submundo, una alegoría de la vasta cantidad de noches en que había decidido dormirse para morir, deseando despertarse en estado nuevo, hombre nuevo, estado hombre. Sabía que la muerte era sorda y no acudía a los llamados, no era capaz de interpretar el tono de las voces como eco de plegaria; la muerte era tonta y despistada. Era sólo cuestión de jugar al distraído y obligarla a aparecer, que no tuviera decisión propia ni capacidad de sorpresa; la invocación no sirve, sólo así la soga y las alturas y andá a cantarle a Gardel si tenés cosas más importantes que hacer o te has enamorado de otro; ahora es mi turno y porque yo lo digo. Pero engañar a la venus negra debía seguir siendo una tarea pendiente, algo que ahora no pero quizás mañana sí, quién sabe. Se compadecía de la muerte que era objeto de odio con ropaje sacrílego, pobrecita la muerte que no tiene brújula y siempre se equivoca, centro constante de desprecios y rencores, y quienes no la aborrecen se dedican a amarla lo que dura la agonía que cuando 38 y boca siempre es poca y no se equivoca. Estaba destinado a caminar entre los sin vida sin un mínimo dejo de compasión, todos aquellos para quienes la música no es nada en sí misma; - quedémonos parados hasta que empiece la próxima canción - ; tumulto de estupidez; qué terrible era dejarse ver por esos ojos gregarios para recibir la condena de manos de un condenado. Quién había decidido darle aquel espíritu dionisiaco y que la embriaguez sea altar de todas las instancias, quién se creía creador al descrear; hubiera sido mucho mejor no haber creado nada en él, nada de él, absolutamente nada. Estaba solo, hermoso entre la indiscutible traición de las compañías y el anhelo de una alegría mística que transfigurara la escena, que lo convirtiera en victimario del destierro continuo de su palabra en esta tierra confiscada por los nadies que nacían a montones. Alejandro era búsqueda, como aquel domingo que decidió o creyó decidir sentarse a escribir en la estación de subte, bestial urbano en cámara rápida. El cuerpo pedía permiso para apoyarse en los escalones aplastados cientos de veces por zapatos vulgares, permiso concedido cuando lo que contagia de ausencia son las miradas, un pedido de aller-retour Retiro - Mitre, la tristeza de no conocer París y no poder siquiera imaginarlo, eso contagia. Pensaba en la muerte - escribió seguido de un suspiro y una lágrima traidora que le pertenecía demasiado. Pensaba, también, en una forma de morir menos precaria que ésa: con los dientes tiznados de negro, las uñas escamadas recorridas por insectos y el horror de volverme loco si no escribía una línea, una sola, la última en honor de la última imagen vislumbrada en un sueño. Por desgracia no hay espejos en el lugar en que solía encontrarme con esto que era, ¿lo ves ahora?, esos trapos retorcidos que supuran, esa taza de té que rebasa de hongos, esas colillas devastadas que hieden a encierro. Podría hacerme un altar con todo eso, y adorarme; y hasta tener quien me adore. Tengo todo para ser un Dios: me he olvidado de que existo. Debajo de la tierra donde pisan los devotos del dios de la cordura, Alejandro escribía el testamento de su olvido para quien supiera leerlo cuando el papel estuviese ya incinerado. Todos pasaban de largo, un hombre de traje; se le va el tren que viaja por debajo del mundo - pensó él, y que no se le olvide comprar el diario para saber la cotización del dólar en Birmania. Alejandro absorbía los olores de aquello que tocaba y ahora estaba comenzando a oler a fuego. Huelo a fuego, que alguien grite fuego, hay un incendio en la verdad. Nadie se detenía a mirarlo, algunos viraban la cabeza dueña de la nariz que olía el fuego y qué triste este chiquito que quema papelitos; qué extraños son los hijos de Buenos Aires, mujer de pieles australes, qué extrañas son las estaciones de subte, donde la vida pasa más seguido que los trenes. Se puso a llorar; puso y propuso un lagrimal cascada de inviernos que le hicieran el amor al fuego moribundo de sus letras. Quién te ha visto y quién te ve, quién te ha leído y yo que sé, la rima de los quiénes y los cuáles, ya sé que no entendés nada del monólogo; es la idea. Sintió deseos de pararse - ella escribía Alejandro sintió deseos de pararse. Se subió al tren sin boleto ni destino con el cuaderno Gloria mutilado y sin saber por qué reía se durmió - ella ya no tenía más ganas de escribir sobre él.
 
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